10/2/15

Introducción a la Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger.





Tomado del Blog Syllabus


Yo extenderé delante de ti los prados de las Escrituras,
para que, ensanchado tu corazón, corras la carrera de mis mandamientos (Ps. CXVIII, 32)
Tomás de Kempis, Imitación de Cristo (L. III C. LI)


“Los cristianos deben escuchar la explicación de la Sagrada Escritura que les da la Iglesia, la cual recibió de los Apóstoles el patrimonio de la verdad”.
San Ireneo

INTRODUCCIÓN:

Vivimos tiempos de una verdadera y catastrófica “desorientación diabólica” –en expresión usada por Sor Lucía de Fátima- que se ha extendido en la Iglesia hasta esparcir un espíritu de apostasía por todo el mundo, mediante la falsificación de la religión católica por parte de los herejes modernistas, en particular desde el revolucionario concilio Vaticano II. Esta confusión generalizada ocurre a semejanza de aquella que dominaba en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo, cuando la religión de Dios había sido corrompida por los hombres envilecidos, algunos contribuyendo activamente a la deformación de las rectas enseñanzas con doctrinas gnóstico-paganas, otros con una aquiescencia pasiva fruto de la desidia y falta de verdadero celo por la verdad. El Padre Castellani lo resume magistralmente de la siguiente manera: “La religión judía se había corrompido volviéndose demasiado exterior; corrupción específica de lo religioso, a cuyo peligro no escapa ninguna religión. La gran lucha de Cristo fue esa: interiorizar de nuevo la religión verdadera: enseñar a adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, y no solamente en gesticulaciones y en palabrería barata y mentirosa. Le costó la vida su empresa; porque cuando la religión se corrompe, no hay cosa en el mundo más peligrosa que ella”. (El Evangelio de Jesucristo, Domingo tercero después de Epifanía).

Cuando se deja de adorar a Dios “en espíritu y en verdad”, muchas veces a través de un sutil autoengaño arropado en la pura exterioridad –ya sea digna en la tradición o vulgar en los modernistas- es porque se ha caído en la confusión diabólica que hace de los medios fines en sí mismos, con los que los hombres encubren su falta de verdadera y recta espiritualidad o amor a Dios, pretendiendo presentar al exterior unos frutos que no son gratos a Dios, pues va viciada la intención. Nos dice la Palabra de Dios: “No, ninguno que espera en Ti es confundido” (Salmo 24,3). Por eso en cuanto dejamos de hacer este extraordinario acto de fe por el cual Dios nos garantiza que si no nos apartamos de El no caeremos en la confusión, entonces comenzamos a errar, lo que indica que ya no hemos sabido esperar en Dios sino que hemos empezado a buscar en nosotros mismos lo que anhelamos. “Si perseverareis en mi palabra, seréis verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8,31) No por muchas veces citadas estas palabras de Nuestro Señor llevan el fruto que prometen, puesto que no sabemos permanecer en su Palabra. Esa Palabra que nos enseña que nuestra unión debe ser “con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1,3) pues si “la mayor obra del Hijo fue darnos a conocer al Padre” (San Hilario, De Trinitate, L. 3) entonces de ese desconocimiento –que es a la vez una falta de confianza- vienen nuestros males, cuando nos desviamos y empezamos a querer tener nuestros propios criterios acerca de la fe. “De ahí que sea tan precioso el trato continuo con las divinas Escrituras –nos dice Mons. Straubinger- , pues con la Palabra de Dios se alimenta y crece esa fe, según lo enseñan tantas veces S. Pedro y S. Pablo” (Coment. a Sal. 24,3).

Pero ese trato asiduo con la Palabra de Dios, debe ser a la vez justo, es decir, darle el lugar que Dios quiere asignarle en nosotros, por lo que una verdadera y sana devoción dirá como David “…y tengo tu ley en medio de mi corazón” (Salmo 39,9), es decir, como advierte Fr. Luis de Granada: “No en el rincón, no a trasmano, sino en medio, que es el primero y mejor de los lugares” y concluye Mons. Straubinger este comentario: “Así guardada, la palabra de Dios tiene la virtud de preservarnos del pecado, según la admirable revelación de la Escritura” (Coment. a S. 39,9).

“En las Sagradas Escrituras no se puede entrar sin un guía, que preceda mostrando la senda”, afirmó San Jerónimo. En efecto, como escribió San Isidoro de Sevilla, “muchos por no entender espiritualmente las Escrituras y no sentir de ellas rectamente, rodando han caído en herejía y se han derramado en muchos errores”. Por eso nadie mejor que Monseñor Dr. Juan Straubinger para tomar por guía que nos descubra el sabor deleitoso de la Sabiduría inagotable de las Sagradas Escrituras, en su esencial espiritualidad cristocéntrica, donde Dios derrama su corazón a la espera de aquellos fieles que lo buscan con ansias de saciar la sed de verdad y amor, y por lo tanto de dicha, que allí se encuentra. En ese tesoro divino el exégeta debe ser, como el mismo Mons. Straubinger decía, “como un guía que a cada paso lo lleve de la mano a través de ese mundo maravilloso de la revelación divina, cuyo lenguaje aparece tan desusado para las mentes deformadas por la sabiduría de este mundo, y paganizadas por una “cultura” meramente profana. Tal nos parece ser el verdadero sentido de la prescripción canónica al exigir que lleven notas las ediciones católicas de la Biblia, y aun vemos que las ediciones disidentes las usan cada vez más. Tal es, hoy más que nunca, ante el deseo expresado por el Papa (Pío XII) de que las notas contengan “doctrina que sirva para aumento de la fe, y base de predicación”, o en otros términos, que sean ellas mismas predicación y elogio de las cosas reveladas, de modo que la Biblia vuelva a ser para el cristiano lo que debió ser siempre: el libro de espiritualidad por excelencia”(“La Nueva Biblia Española de Nácar-Colunga”, en Revista Bíblica Nº 33 y 34, 1945).

Es Mons. Straubinger con una eximia sapiencia, fruto de un profundo amor a Dios y lo que éste nos quiere dar con su Palabra, quien nos ha recordado con el concilio de Trento que la Biblia está hecha por Dios “para que sepamos lo que es El, lo que El ha hecho, lo que El nos dio, lo que El promete, lo que El enseña y lo que a El le agrada. De ahí que en el interesarnos por todo ello está la mejor prueba de nuestra rectitud” (Prólogo a la tercera edición del Nuevo Testamento). ¿No es acaso por ese desconocimiento, por ese desinterés y menosprecio de la palabra de Dios que nos desviamos hacia los pseudo-maestros, hacia los intereses mezquinos, hacia lecturas prescindibles y subalternas? ¿No es por ignorar estos tesoros de bondad y gracia o por no meditarlos como se debe que los hombres de nuestro tiempo se atropellan  bestialmente tras cada nueva idolatría con que buscan satisfacer una plenitud de sentido y felicidad que sólo Dios puede colmar, empezando ya en esta vida?

A medida que aumentan los pseudo-profetas que anticipan y preparan el reinado del Anticristo, cuando más los maestros del error y el vicio y los fautores de doctrinas demenciales e impías se imponen por vía de la autoridad que se ha separado de la verdad, ya se trate de la instrucción eclesial, ya de la “autoayuda” que el orgullo del hombre se ha inventado en estos tiempos catastróficos para erigirse en maestro de sí mismo, cada día se hace más urgente e imprescindible volver a la fuente siempre pura y salvífica de la verdad evangélica, de la Palabra de Dios que obra en nosotros para darnos la fe y mediante el conocimiento de Jesucristo evitarnos caer en las redes mortíferas de nuestros enemigos el pecado (la Palabra de Dios conservada en el corazón, nos da la fuerza para no pecar), el pensamiento según la carne y los errores doctrinales, pues, ya lo dijo a otros Nuestro Señor, “Erráis por no entender las Escrituras” (Mt. 22,29). No por nada indicó a sus discípulos San Pablo: “Permanezcan en vuestros corazones y con abundancia las palabras de Cristo” (Col. 3,16), y esto no sólo porque era permanecer en el amor de Cristo, siendo amado por este, sino porque además el conocimiento de las Escrituras nos hace examinar las cosas a la luz de la fe: “Examinad, sí, todas las cosas; y ateneos a lo bueno” (2 Tes. 5, 20-21), de manera tal de no perder el tesoro que se nos ha dado y que llevamos en frágiles vasijas de barro. Decía San Agustín: “Leed las Escrituras, leedlas para que no seáis ciegos y guías de ciegos. Leed la Santa Escritura, porque en ella encontraréis todo lo que debéis practicar y todo lo que debéis evitar. Leedla, porque es más dulce que la miel y más nutritiva que cualquier otro alimento”. San Gregorio Nazianceno afirmaba que “la ciencia de Dios es el manantial de todos los bienes…la cosa más preciosa y más perfecta es el conocimiento de Dios”. Y el Kempis nos recuerda que “la palabra de Dios es luz del alma”.

Incluso al hombre de hoy tan ávido de noticias más le valiera espigar en las “noticias” que de su destino le traen las profecías: “Examinad atentamente el libro del Señor, y leed; nada de lo que os anuncio dejará de suceder” (Is. 34, 16). Pero no se trata de una lectura de mera curiosidad, pues la Biblia, “dice Pío XII en su encíclica Divino Afflante Spiritu, no fue dada por Dios como objeto de curiosidad o de estudios, sino para que estas divinas palabras nos pudieran “instruir para la salvación mediante la fe que cree en Jesucristo” y “para que el hombre de Dios sea perfecto y esté apercibido para toda obra buena” (II Tim. 3,15 y 17) (Mons. Straubinger, “La Iglesia y la Biblia”, Bs. As. 1944).

Mons. Straubinger es el maestro ideal para introducirnos en “el libro de espiritualidad por excelencia”, por la vastedad de su erudición, la seguridad de su doctrina,  la llaneza de su lenguaje y la aplicación exacta que hace de la espiritualidad bíblica al comprender la esencia de Dios, Padre misericordioso, del Dios que “es amor: hallamos aquí la más alta definición de Dios” y, sabedor él mismo de que “el amor lee entre líneas”, logra penetrar lo inconmensurable que la sabiduría lleva a descubrir a un amador de Dios. El mismo Mons. Straubinger recordaba a otro destacado teólogo de la siguiente manera: “Lo primero de que se asombra el que llega a recibir alguna luz de sabiduría, dice Garrigou-Lagrange hablando sobre Santo Tomás, es la suma simplicidad a que ella se reduce. Esto nos hace comprender por qué la Sabiduría divina se revela a los niños mientras escapa al esfuerzo especulativo de los sabios. Chesterton cuenta cómo, después de dar la vuelta al mundo para buscar la verdad, la halló en la iglesita que había en la esquina de su casa. Lo que interesa, pues, esencialmente es difundir el conocimiento espiritual de Dios por medio de su propia Palabra, conocimiento íntimo y experimental, es decir, amistad creciente que, al aumentar la excelencia del concepto que tenemos del Padre y de su Hijo Jesucristo, nos lleva al amor, esto es a ‘la fe que obra por la caridad’ (Gál. 5,6) (Pról. cit.).

Pero además la transmisión de la espiritualidad bíblica le ha sido posible a Mons. Straubinger porque, a imitación de María, entendió cuál era aquella sola cosa necesaria, y detenido en una actitud de atenta receptividad, se apartó de toda otra preocupación y abrazó entero la misión que por sus dotes Dios le había encomendado. Afirma San Isidoro de Sevilla en sus Sentencias: “En la contemplación u ocio espiritual es verdad que solamente escudriñará los secretos de los mandamientos divinos quien, habiendo apartado el ánimo de la pesadumbre de cuidados temporales, está aplicado a las Santas Escrituras con asidua familiaridad. Pues lo mismo que el ciego y el que ve pueden ciertamente los dos andar, pero no con igual libertad, porque el ciego tropieza, andando a donde no ve; mas el que tiene vista precave los estorbos y conoce adónde se ha de dirigir; así quien está ofuscado por la niebla de cuidados terrenos, si prueba a escudriñar los misterios de Dios, no puede: no ve por la oscuridad de los cuidados. Eso puede hacerlo aquel que se aleja de los exteriores cuidados seculares y se dedica todo entero a meditar las Escrituras”. Y en efecto Mons. Straubinger, siguiendo a los maestros exégetas de la historia eclesiástica, nos facilita el camino indicándonos los senderos iniciales donde sin tropiezos nos animemos con entusiasmo a seguir por nuestra cuenta, para descubrir aquello que Dios a cada uno de nosotros quiere revelarnos: su propio Verbo, el amado Hijo de quien “todas las cosas emanan” y “todas proclaman su unidad: Él es el principio, Él mismo es quien nos habla” (Kempis, I, III) y por quien somos hechos hijos de su mismo Padre. Es inconcebible, entonces, adentrarse en las Sagradas Escrituras con otro fin que no sea el de conocer y amar a este Verbo, Hijo de Dios, a Nuestro Señor Jesucristo, de manera tal que ese conocimiento nos lleve a imitarle. “A los que sabemos por la fe que un Dios murió por nosotros en la cruz, no nos es lícito amarle con tibieza, pues en nuestro corazón solo ha de estar grabado Aquél que por amor nuestro quiso morir crucificado” (San Alfonso María de Ligorio, “Reflexiones sobre la Pasión de Jesucristo”). Esto es lo que complace al Padre y a ello nos enseñó Jesucristo a atenernos.

A fin de contribuir a dar continuidad a esta obra inmensamente rica e imperecedera de Mons. Straubinger en la difusión de la palabra de Dios, nos hemos propuesto introducir al lector a este probado conocimiento bíblico a través de algunos comentarios seleccionados de nuestro traductor y comentador bíblico donde condensamos temáticamente la espiritualidad bíblica transmitida por aquel gran traductor y exégeta, no a modo de reemplazo sino por el contrario de estímulo, de acicate e introducción para emprender, continuar o retomar la lectura diaria y meditada de la Sagrada Escritura.

Conviene recordar en estos tiempos de escandalosa apostasía que “la fe firme, que nunca vacila, es la que se apoya sobre las Palabras de Jesús como sobre una roca que resiste a las tormentas. Otra vez afirma el Señor que no basta oír su palabra, sino que es necesario conservarla en el corazón (véase Salmo 118, 11 nota), comparando con una casa sin cimientos a quienes sólo “escuchan” su doctrina; porque éstos demuestran no haberla comprendido, según enseña El en la fundamental Parábola del Sembrador. Véase Mat. 13,1 ss. y sus notas.(Coment. a Luc. 6,47). Por eso aun los que quieren combatir a la suma de las herejías que es el modernismo, se equivocarán muchas veces por no conocer y comprender claramente las Escrituras, porque la astucia serpentina y la ambigüedad modernistas serán capaces de provocar en aquellos condenas equivocadas, es decir, que harán que defiendan mal una buena causa, restando eficacia a sus reproches e incluso lanzándolos hacia un camino de desesperación.

Por todo lo dicho, deseamos que el buen lector se afirme en esta roca (“la roca de seguridad, la fortaleza donde me salves”, S. 30,3) para saber permanecer inconmovible en su unión con Aquel que es “el Camino, la Verdad y la Vida”, mientras en esa esperanza del “reino que está siempre en el horizonte” (Pirot), “se santifica como Él” (Prólogo a “El Apocalipsis”, Club de lectores, Bs. As.) imitando a la Santísima Virgen María que “conservaba todas estas palabras (repasándolas) en su corazón” (Luc. 2,51). Siendo María el medio seguro de ir a Cristo, es en Ella y con Ella misma, Trono de la Sabiduría y Madre del Verbo de Dios, que tenemos allanado el acceso y el más acabado modelo para imitar en el conocimiento y el amor de las Sagradas Escrituras. Que Ella haga buena nuestra tierra para que la semilla de la Palabra que caiga en nosotros dé sus buenos frutos.

  ESPIRITUALIDAD BÍBLICA


ADORACIÓN:
“Pero ya llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”.
En espíritu: es decir no sólo con ceremonias o actos materiales como los de la antigua ley. En verdad y no con la apariencia, es decir, con sinceridad interior, “con ázimos de sinceridad y de verdad” (I Cor. 5,8), y no como aquel pueblo que lo alababa con los labios mientras su corazón estaba lejos de El (Mat. 15,8), o como los que oraban para ser vistos en las sinagogas (Mat. 6,5) o proclamaban sus buenas obras (Mat. 6,2). Desde esta revelación de Jesucristo aprendemos a no anteponer lo que se ve a lo que no se ve (II Cor. 4,18); a preferir lo interior a lo exterior, lo espiritual a lo material. De ahí que hoy no sea fácil conocer el verdadero grado de unión con Dios que tiene un alma, y que por eso no sepamos juzgarla (Luc. 6, 41 s. y nota). Sólo Él sabe lo que le agrada a esa alma según su mayor o menor rectitud y simplicidad de corazón, o sea según su grado de infancia espiritual (Mat. 18,1 ss.).
(Coment. a Jn. 4,23).


ALABANZA:
“Si a Dios le alabas para que te obsequie, ya no le alabas con voluntad alegre y generosa; ya no amas a Dios desinteresadamente” (S. Agustín). Alabar el Nombre de Dios porque es bueno es la alabanza que Dios prefiere (S. 51, 11 y nota).
(Coment. a Salmo 53,8).
Dios fiel: ¡Dios leal! Sabemos que ninguna alabanza agrada más a la ternura del Padre que esta confesión de su lealtad, pues Él mismo nos muestra en toda la Escritura como la cosa de que más se gloría, su fidelidad, unida a su misericordia, que también vemos aquí en el v.8. Cf. S. 12,6 y nota; 24,10; Tob. 3,2, etc.
(Coment. a S. 30,6).
Alabar al Padre es lo propio de los rectos de corazón así como el cantar, dice S. Agustín, es propio del que ama. De ahí que Dios, tan perdonador y paciente con los pecadores, como lo mostró Jesús en cada página del Evangelio, sea implacable con la falsa religiosidad que lo alaba sólo de boca (Mat. 15,8; cf. Is. 29,13 y la nota de S. Bernardo), y proclame indignado que “abomina del incienso” (cf. Is. 1,11 ss.; S. 49,8 y 16; Sab. 9,10 y notas). Cualquiera de nosotros siente la más profunda repugnancia al recibir grandes manifestaciones de afecto por parte de personas de cuya indiferencia tenemos pruebas ciertas. “El beso de Judas no sólo no ha concluido para el Maestro, sino que se ha extendido hasta el día de hoy bajo el título de la mundana cortesía”.
(Coment. a S. 32,1).


ALEGRÍA:
No hay alegría mayor que la de sentirse perdonado. Jesús nos enseña que esa alegría está a disposición de todos, cuando nos dice: “Al que venga a Mí no lo echaré fuera” (Juan 6,37). La palabra de consuelo y de gozo está así a nuestra disposición en las Sagradas Escrituras (Rom. 15,4).
(Coment. a S. 50, 10).
Si Yahvé no estuviese para ayudarme,
ya el silencio sería mi morada.
Esto, contrastando con el v. anterior, es lo que produce en el ánimo de David ese sentimiento exquisito, tan propio de él y tan envidiable, que él hablando con Dios llama “la alegría de tu salvación” (S. 50,14). Es la alegría del niño, pura y plena, que parecería audaz e insensata en esta vida llena de peligros y que sin embargo no comporta la menor presunción, pues la confianza en que reposa no se funda para nada en suficiencia propia, ni en otros hombres, sino enteramente en ese sostén gratuito y universal que el niño espera de su padre porque sabe que es amado y no porque lo merezca. Por eso David llama a esto alegría “de tu salvación”, porque no podría concebirse sino en quien tiene la felicidad de contar infaliblemente con su salvador (cf. v. sig. y nota).
(Coment. a S. 93, 17).
La “perfecta alegría” que se cuenta de S. Francisco no consistía en el hecho exterior de que lo recibiesen mal y le negasen hospitalidad en una noche lluviosa. Consistía en el hecho interior de poder conservar el corazón alegre a pesar de cualquier hecho exterior.
(Coment. a S. 93,19).


AMIGOS:
Lo que nos transforma de siervos en amigos, elevándonos de la vía purgativa a la unión del amor, es el conocimiento del mensaje que Jesús nos ha dejado de parte del Padre. Y El mismo nos agrega cuán grande es la riqueza de este mensaje, pues que contiene todos los secretos que Dios comunicó a su propio Hijo.
(Coment. a Jn. 15,15).


AMOR:
Dios es amor: hallamos aquí la más alta definición de Dios. El Padre es el Amor infinito, el Hijo es el Verbo Amor, la Palabra de Amor del Padre (Juan 17,26), unidos ambos por el divino Espíritu de Amor.
(Coment. a I Juan 4,8).
“Dios es amor y el que permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios en él”. Permanecer en el amor no significa (como muchos pensarán), permanecer amando, sino sintiéndose amado, según vemos al principio de este versículo: hemos creído en el amor. San Juan que acaba de revelarnos que Dios nos amó primero (v.10), nos confirma ahora esa verdad con las propias palabras de Jesús que el mismo Juan nos conservó en su Evangelio. “Permaneced en mi amor” (Juan 15,9). También allí nos muestra el Salvador este sentido inequívoco de sus palabras (admitido por todos los intérpretes): no quiere El decir: permaneced amándome, sino que dice: Yo os amo tanto como mi Padre me ama a Mí; permaneced en mi amor, es decir, en este amor que os tengo y que ahora os declaro (cfr. Ef. 3,17 y nota). Lo que aquí descubrimos es, sin duda alguna, la más grande y eficaz de todas las luces que puede tener un hombre para la vida espiritual, como lo expresa muy bien Sto. Tomás diciendo: “Nada es más adecuado para mover al amor, que la conciencia que se tiene de ser amado” (Cfr. Os. 2,23 y nota). No se me pide, pues que yo ame directamente, sino que yo crea que soy amado.  ¿Qué puede haber más agradable que ser amado? ¿No es eso lo que más busca y necesita el corazón del hombre? Lo asombroso es que el creer que Dios nos ama, no sea una insolencia, una audacia pecaminosa y suntuosa, y aún nos la indique como la más alta virtud. Feliz el que recoja esta incomparable perla espiritual que el divino Espíritu nos ofrece por boca del discípulo amado: donde hay alguien que se cree amado por Dios, allí está El, puesto que El es ese mismo amor.
(Coment. a I Juan 4,16).
Nuestro amor al prójimo procede de nuestro amor a Dios, y no esto de aquello; así como el amor que tenemos a Dios procede a su vez del amor con que El nos ama y por el cual nos da su propio Espíritu que nos capacita para amarlo a El y amar al prójimo. Cfr. 4,13 y 16; Rom. 5,5.
(Coment. a I Juan 5,2)
Y puesto que Dios es amor (Juan 4,8 y 16), es evidente que su mensaje a los hombres, enviado por medio del propio Hijo, víctima de amor, no puede ser sino un mensaje de amor. Por donde se ve que no entenderá nunca ese mensaje, ni podrá salir de la dura vía purgativa, quien se resista a creer en ese “loco amor” de Dios y se empeñe en hallar en El a una especie de funcionario de policía.
(Coment. a Cantar 2,4).
El amor es el motor indispensable de la vida sobrenatural; todo aquel que ama, vive según el Evangelio; el que no ama no puede cumplir los preceptos de Cristo, ni siquiera conoce a Dios, puesto que Dios es amor (I Juan 4,8). “Del amor a Dios brota de por sí la obediencia a su divina voluntad (Mat. 7,21; 12,50; Marc. 3,35; Luc. 8,21), la confianza en su providencia (Mat. 6, 25-34; 10, 29-33; Luc. 12, 4-12 y 22-34; 18, 1-8), la oración devota (Mat. 6,7-8; 7, 7-12; Marc. 11,24; Luc. 11, 1-13; Juan 16, 23-24), y el respeto a la casa de Dios (Mat. 21, 12-17; Juan 2,16)” (Lesetre).
(Coment. a Jn. 14,23).
Jesús vino a revelarnos ante todo el amor del Padre, haciéndonos saber que nos amó hasta entregar por nosotros su propio Hijo Dios como El (3,16). Y ahora, al declararnos El su propio amor, usa un término de comparación absolutamente insuperable, y casi diríamos increíble, sino fuera dicho por El. Sabíamos que nadie ama más que el que da su vida (v.13) y que El la dio por nosotros (10,11), y nos amó hasta el fin (13,1), y la dio libremente (10,18), y que el Padre lo amó especialmente por haberla dado (10,17); y he aquí que ahora nos dice que el amor que El nos tiene es como el que el Padre le tiene a El, o sea que El, la Persona del Verbo eterno, nos ama con todo su Ser divino, infinito, sin límites, cuya esencia es el mismo amor. No podrá el hombre escuchar jamás una noticia más alta que esta “buena nueva”, ni meditar en nada más santificante, pues que, como lo hacía notar el Beato Eymard, lo que nos hace amar a Dios es el creer en el amor que El nos tiene. Perseverad en mi amor: Jesús nos invita aquí a permanecer en esa privilegiada dicha del que se siente amado, para enseñarnos a no apoyar nuestra vida espiritual sobre la base deleznable del amor que pretendemos tenerle a El (véase como ejemplo 13,36-38), sino sobre la roca eterna de ese amor con que somos amados por El. Cfr. I Juan 4,16 y nota.
(Coment. a Jn. 15,9).
El Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu Santo es amor, porque los tres son una sola Divinidad y Dios es amor (I Juan 4,16). El Padre es el Principio del amor (“Caritas Pater”). El Hijo es del Don del amor (“Gratia Filius”), y al mismo tiempo su expresión (Verbo del amor), su conocimiento (la luz del amor que viene a este mundo: Juan 1,9; 3,19; 12,46), y su contenido mismo: resplandor de la gloria del Padre y figura de su sustancia (Heb. 1,3), y viene como “Dios con nosotros” o Emmanuel (Is. 7,14). El Espíritu Santo es el Soplo del amor (“Communicatio Spiritus Sanctus”) y da todavía un paso más que el Verbo Jesús, realizando la divinización de los hombres como hijos de Dios, si ellos aceptan a Jesucristo. El Padre es, pues, Dios Amor en Sí. El Hijo es ese Dios Amor con nosotros. El Espíritu Santo es ese Dios Amor en nosotros (Juan 14,16), terminando así el proceso divino ad extra, es decir trayéndonos eficazmente, en virtud de la voluntad del Padre que nos dio al Hijo, y de los méritos del Hijo ante el Padre, la participación en la naturaleza divina (II Pedr. 1,4), el nacimiento de Dios como hijos (Juan 1,12-13), la vida de amistad con el Padre y el Hijo en virtud de ese amor (I Juan 1,3), y la unidad en fin, consumada con el Padre y el Hijo (Juan 17,21-23). Véase II Cor. 13,13 y nota.
(Coment. a I Cor. 8,6).
“El amor lee entre líneas. Imaginemos que un extraño lee en una carta ajena este párrafo: “Cuida tu salud, porque si no, voy a castigarte”. El extraño pone los ojos en la idea de este castigo y halla dura la carta. Mas vino luego el destinatario de ella, que era el hijo del remitente de la carta, y al leer esa amenaza de su padre, de castigarle si no se cuidaba, se puso a llorar de ternura viendo que el alma de aquella carta no era la amenaza sino el amor siempre despierto que le tenía su padre, pues si le hubiera sido indiferente no tendría ese deseo apasionado de que estuviera bien de salud. La carta que Dios nos escribió es la Sagrada Escritura (S. Gregorio) contiene también amenazas pero son amenazas paternales escritas para nuestra salud, y el que ama al Padre Celestial las lee como aquel hijo que se puso a llorar al ver la tierna preocupación de su padre”.
(Coment. a Eclesiástico I, 10)
Me amó y se entregó por mí (v.20): Todo entero por mí, y lo habría hecho aunque no hubiese nadie más. También ahora me mira constantemente (cfr. Cant. 7,11 y nota), como si no tuviera a otro a quien amar. Es muy importante para nuestra vida espiritual el saber que “el amor de Cristo no pierde nada de su ternura al abarcar todas las almas, extendiéndose a todas las naciones y a todos los tiempos”. Véase Cant. 4,1 y nota sobre la elección individual de cada alma. ¿Y por qué se entregó por mí? ¡Para llevarme a su propio lugar! La caridad más grande del Corazón de Cristo, ha sido, sin duda alguna, el deseo de que su Padre nos amase tanto como a El (Juan 17,26). Lo natural en el hombre es la envidia y el deseo de conservar sus privilegios. Y más aún en materia de amor, en que queremos ser los únicos. Jesús, al contrario de nosotros, se empeña en dilapidar el tesoro de la divinidad que trae a manos llenas (Juan 17,22), y nos invita a vivir de El, por la fe (Juan 1,16; 15,1 ss.) y por la Eucaristía (Juan 6,58), esa plenitud de vida divina, como El la vive del Padre. Todo está en creerle (Juan 6,29), sin escandalizarnos de ese asombroso exceso de caridad (Juan 6,60 y nota), que llega hasta entregarse por nosotros a la muerte para poder proporcionarnos sus propios méritos y hacernos así vivir su misma vida divina de Hijo del Padre, como “Primogénito de muchos hermanos” (Rom. 8,29). Véase Ef. 1,5 y nota.
(Coment. de Gal. 2,19, frag.).



ANTICRISTO:
El vocablo Anticristo pertenece exclusivamente a San Juan, quien lo usa tan sólo en sus Epístolas (I Juan II, 18, 19, 22; IV, 3, y II Juan 7), tomándolo a veces en plural y haciéndolo proceder "de entre nosotros'', en lo cual coincide con lo que San Pablo llama apostasía (II Tes. II, 5) y "misterio de iniquidad" (ibíd. II, 7). También lo llama San Pablo "hombre de pecado" (ibíd. II, 5) y "aquel inicuo" (ibíd. II, 8). De ahí que se discuta si será una persona singular o un fenómeno colectivo. Aun en este menos probable caso parecería que siempre habrá alguien que obre como cabeza de ese movimiento.
Algunos identifican al Anticristo con la Bestia del Apocalipsis, o sea, "la bestia del mar, que tenía siete cabezas, y diez cuernos y sobre los cuernos diez diademas, y sobre las cabezas nombres de blasfemia" (Apoc. XIII, 1 ss.). Pero será más bien "la bestia de la tierra" o el "falso profeta" (Apoc. XIII, 11-18). La unión de elementos tan contrarios en las dos bestias significa que las tendencias más opuestas se reunirán para destruir el Reino de Dios. Compárese este capítulo 13 del Apocalipsis con la Profecía de Daniel sobre las cuatro bestias (Daniel cap. VII). En Daniel salen todas las bestias del mar, y entre todas tienen también siete cabezas, igual a la bestia del Apocalipsis. Además le sale a la cuarta bestia daniélica un pequeño cuerno que se hace grande. En este pequeño cuerno ven los Padres una figura del Anticristo o a ése mismo.
Para estudiar el fenómeno del Anticristo no debe prescindirse tampoco del Misterio de la gran Babilonia, o sea, la ramera sentada sobre el Dragón (Satanás), cuya caída describe el Apocalipsis en los capítulos XVII, XVIII y principio del XIX.
Estos tremendos anuncios escatológicos para los tiempos que precederán a la Parusía o Retorno de Cristo, coinciden con lo que El mismo nos dijo muchas veces, al revelarnos que a su vuelta no hallará fe en la tierra (Luc. XVIII, 8); que su regreso sorpresivo será como en los días de Noé y los días de Lot en que nadie temía ni creía en la catástrofe (Mat. XXIV, 37; Luc. XVII, 26-30); que en esos últimos tiempos se enfriará la caridad de la mayoría (Mat. XXIV, 12, texto griego) y será tal la iniquidad que aún los escogidos, si posible fuera, se perderían (XXIV, 24), si bien los tiempos serán abreviados por amor de los elegidos (XXIV, 22).
Estos tiempos calamitosos del fin son también anunciados por San Pedro (II Pedr. III, 3 s.), por San Judas (18), y por los Profetas Isaías, Ezequiel y Daniel, aunque en la visión escatológica de Isaías aparece Edom como representante de los enemigos de Dios. Bien clara y muy citada es la profecía de Daniel sobre el Anticristo: "Y hablará palabras contra el Excelso, y atropellará los santos del Altísimo y pensará poder mudar los tiempos y las leyes; y (los hombres) serán puestos en su mano hasta un tiempo, y dos tiempos, y mitad de un tiempo” (Dan. VII, 25).
La dominación del Anticristo sobre el mundo, será, pues, de un tiempo, y dos tiempos, y mitad de un tiempo, o sea, en total de tres tiempos y medio. Numerosos intérpretes antiguos, entre ellos San Jerónimo, San Efrén, Teodoreto, y muchos modernos sostienen que "tiempo" corresponde aquí al espacio de un año. Con esto parece coincidir el Apocalipsis de San Juan que dice: Diósele asimismo una boca que hablase cosas altaneras y blasfemias, y se le dio facultad de obrar, por espacio de cuarenta y dos meses (XIII, 5), tiempo durante el cual predicarán los dos testigos: "Entretanto Yo daré (orden) a los dos testigos míos y harán oficio de profetas, cubiertos de cilicio, por espacio de 1260 días” (XI, 5). En aquel tiempo la mujer misteriosa será llevada y guardada en el desierto: "A la mujer, empero, se le dieron dos alas de águila grande, para volar al desierto a su sitio, en donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos, y la mitad de un tiempo lejos de la Serpiente" (XII, 14).
Tres tiempos y medios -42 meses-, 1260 días, significan aparentemente el mismo lapso de tiempo. Sin embargo, aunque esta opinión es muy plausible hay que observar que en esta materia nada sabemos de seguro (Fillion).
Sobre la obra destructora que realizará el Anticristo, léanse los pasajes citados, en primer lugar el capítulo XIII del Apocalipsis. Se le dará: "potestad sobre toda tribu, y pueblo, y lengua, y nación"; y lo adorarán “todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero” (Apoc. XIII, 7 y 8). Será un dictador como el mundo no lo ha visto nunca, un señor absoluto que reúne en sus manos todos los poderes del mundo, aprovecha todos los progresos e invenciones de la técnica, y avasalla irresistiblemente las masas con el resplandor de sus éxitos.
¿Y cuál será su fin? Dice S. Pablo que Jesús matará al Anticristo "con el aliento de su boca" y "con el resplandor de su venida” (II Tes. II, 8), o como dice el texto griego: con la "epifanía de su parusía". Cf. Apoc. XIX, 15, y también Is. XI, 4: "Con el aliento de sus labios dará muerte al Impío".
En la gran Biblia con comentario de Dom Calmet y de Vence, se dice a este respecto: "En efecto, ya hemos observado que, según toda la Tradición, el Apóstol habla de la última venida de Jesucristo, cuando, después de haber anunciado la venida del Anticristo, agrega que el Señor Jesús destruirá a ese impío por el aliento de su boca y lo perderá por el resplandor de su presencia, o mejor de su advenimiento; porque el griego "parusía" significa una y otra cosa, y la Vulgata prefiere la última: ille iniquus quem Dominus Jesus interficiet spiritu oris sui et destruet illustratione adventus sui" (Disertación sobre el Anticristo, Tomo 16, p. 85).
Y en la Disertación sobre la sexta edad de la Iglesia, la misma erudita obra expresa: "Por consiguiente el tercero y último “ay" (del Apocalipsis) es del advenimiento del soberano Juez, como los santos Doctores lo reconocen. Por tanto, la persecución que precede inmediatamente, y en la cual los dos testigos, son matados por la bestia que sube del abismo, es la del Anticristo, como toda la Tradición lo ha reconocido. Hay, pues, bien realmente una trabazón íntima entre estos cuatro grandes acontecimientos: la misión de los dos testigos, la venida de Elías que será uno de ellos, la persecución del Anticristo por quien los dos testigos deben ser condenados a muerte, y la última venida de Jesucristo que debe exterminar al Anticristo por el resplandor de su gloria: Eliam Thesbiten, fidem Judaeorum, Antichristum persecuturum, Christum venturum" (Tomo 16, 11 722).
Más adelante (p. 781) repite este concepto y lo atribuye a San Agustín, diciendo: "Es, pues, verdad que habrá una unión íntima entre estos cuatro grandes acontecimientos, la misión de Elías, la conversión de los judíos, la persecución del Anticristo y la última venida de Jesucristo, como San Agustín lo había aprendido de aquellos que aparecieron antes que él, y como nosotros mismos lo hemos aprendido de todos los que han venido después de él (San Agustín, de Civitate Dei 20, cap. último)".
(Espiritualidad Bíblica, Ed. Plantín, Bs. As., 1949)


APOCALIPSIS:
A causa de la bienaventuranza que aquí se expresa, el Apocalipsis era en tiempos de fe viva, un libro de cabecera de los cristianos, como lo era el Evangelio. Para formarse una idea de la veneración en que era tenido por la Iglesia, bastará saber lo que el IV Concilio de Toledo ordenó en el año 633: “La autoridad de muchos concilios y los decretos sinodales de los santos Pontífices romanos prescriben que el Libro del Apocalipsis es de Juan el Evangelista, y determinaron que debe ser recibido entre los Libros divinos, pero muchos son los que no aceptan su autoridad y tienen a menos predicarlo en la Iglesia de Dios. Si alguno, desde hoy en adelante, o no lo reconociera, o no lo predicara en la iglesia durante el tiempo de las Misas desde Pascua hasta Pentecostés, tendrá sentencia de excomunión” (Enchiridion Biblicum n°24).
(Coment. a Apoc. 1,3)
“Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro” dice el Ángel a San Juan Evangelista después de haberle revelado los arcanos del Apocalipsis (Apoc. XXII, 7). De modo que es una bienaventuranza guardar esas palabras. Obsérvese que guardar no quiere decir cumplir, pues no se trata aquí de mandamientos; guardar - o “custodiar" como dice el latín—, quiere decir conservar las palabras en el corazón, como hacía María Santísima con las del Evangelio (Luc. II, 19 y 51). No es otro el sentido de la expresión de San Pablo cuando nos dice: "La Palabra de Dios habite en vosotros abundantemente" (Col. V, 16). Por lo demás, el secreto de toda Palabra de Dios consiste precisamente en eso: en que el guardarla o conservarla es lo que hace cumplirla, como lo dice claramente el salmista: "Escondí tus palabras en mi corazón para no pecar contra Ti" (Sal. CXVIII, 11).
Esta bienaventuranza que dan las palabras misteriosas de la Profecía del Apocalipsis, se extiende a todos, como se ve desde el principio (Apoc. I, 3): “Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta profecía y conserva lo que en ella está escrito; porque el tiempo está cerca".
Tal afirmación de que "el tiempo está cerca", está repetida varias veces en la profecía, y es dada como la razón de ser de la misma: "No selles (es decir, no ocultes) las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca" (XXII, 10). Compárese esto con lo que Dios dice a Daniel en sentido contrario, hablando de estos mismos tiempos de la vuelta de Cristo: "Pero tú, oh Daniel, ten guardadas cestas palabras, y sella el libro hasta el tiempo determinado: muchos le recorrerán, sacarán de él mucha doctrina” (Dan. XII, 4).
Este cotejo de ambos textos impone la conclusión de que si entonces, en tiempo de Daniel, algunas profecías habían de estar selladas, hoy es necesario, al revés, que las conozcamos. Si esto fuera así, si el esplendor de las maravillas de bondad y grandeza que Dios ha revelado al hombre, fuese conocido por todos los cristianos; si ellos se enterasen de que San Pablo nos revela misterios escondidos de Dios que ignoraban los mismos ángeles (Efes. III, 9 y 10), ¡cómo aumentaría su interés y su amor por la religión! Entretanto, hoy se lamentan obispos europeos (Monseñor Landrieux, de Dijón, Monseñor Girbeau, de Nimes etc.) de la insuficiencia de la enseñanza catequística, por haberse convertido en “una suma de mandamientos y en un catálogo de pecados, vacío del contacto con la persona de Cristo”, que es el Maestro y como tal se muestra en la Escritura.
El Ángel del Apocalipsis compara con los profetas a los que guardan las palabras de esa profecía (Apoc. XXII, 9), y tan insuperable importancia atribuye Dios al conocimiento de esa Revelación, que, además de las bienaventuranzas ya citadas, cierra ese Libro, que es el coronamiento de toda la Revelación divina, con estas terribles amenazas: "Ahora bien, yo advierto a todos los que oyen las palabras de la profecía de este libro: Que si alguno añadiere a ellas cualquier cosa, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro. Y si alguno quitare cualquiera cosa de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará a él su parte del árbol de la vida, y de la ciudad santa, que están descritos en este libro" (Apoc. XXII, 18 y 19, texto griego).
Ante estas palabras de Dios, confirmamos claramente lo que ya sabíamos por el Evangelio, esto es: que en el cristianismo no hay nada que sea misterio reservado a algunos pocos. "Lo que os digo al oído predicadlo sobre los techos", dijo Cristo en las instrucciones que dio a los doce apóstoles (Mat. X, 27), y al pontífice que lo interroga sobre su doctrina, le dice: "Yo he hablado al mundo abiertamente... y nada he hablado en secreto… interroga tú a los que me han oído" (Juan XVIII, 20 s.). Por eso al nacer la Iglesia en el instante de la muerte del Redentor, el velo que ocultaba los misterios del Templo quedó roto de alto a bajo (Mc. XV, 58).
Tiempo es, pues, de que caiga de los ojos de nuestros hermanos ese velo que los aparta de conocerlo a EL, que es la Luz; y que desaparezca ese equívoco que aleja a las almas de la fuente de Agua Viva, como si fuese veneno.
Aun hoy, a pesar de tantas y tan insistentes palabras de los Sumos Pontífices que recomiendan la lectura diaria de la Biblia hay quien se atreve a decir con audacia que estas cosas son peligrosas, como si la Palabra de Dios, que es “siete veces depurada” (Sal. XI, 7) pudiera contener veneno corruptor cuando el Espíritu Santo ha dicho que ella “transforma las almas... y presta sabiduría a los niños” (Sal. XVIII, 8), y Cristo enseña que éstos la entienden mejor que los sabios (Mt. XI, 25). ¡Ay de los que apartan a las almas de la Palabra de Dios! A ellos, a los falsos profetas, aplica San Juan Crisóstomo aquella maldición terrible de Cristo contra los sacerdotes de Israel, que ocultaban la Sagrada Escritura, que es la llave del cielo. “¡Ay de vosotros, hombres de la Ley, que os habéis guardado la llave de la ciencia! Vosotros mismos no entrasteis, y a los que iban a entrar se lo habéis impedido” (Luc. XI, 52).
Si para muchos la Biblia en general ha dejado de ser el libro de espiritualidad, ¿cuánto más el Apocalipsis? Ya en el siglo séptimo el IV Concilio de Toledo se vio obligado a excomulgar a los sacerdotes que no lo explicasen todos los años en las misas desde Pascua a Pentecostés (Enchiridion. Biblicum Nr. 24). ¿Qué dirían los Padres del Concilio si vieran cómo el Apocalipsis ha llegado a ser hoy el libro menos leído y más olvidado de la Biblia?
“Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta profecía" (Apoc. I, 3). Leamos, pues, sin miedo la tremenda y dulcísima profecía del Apocalipsis. Tremenda para los traidores de Cristo; dulcísima para “los que aman su advenimiento” (II Tim. IV, 8) y aspiran a los misterios de la felicidad prometida para las Bodas del Cordero. Sobre ellos dice San Jerónimo: “El Apocalipsis de San Juan contiene tantos misterios como palabras; y digo poco con esto, pues, ningún elogio puede alcanzar el valor de este libro”.
Notemos que el no leerlo y el no creer en él es precisamente el síntoma de que esas profecías están por cumplirse, como lo dijo Cristo: “Lo que acaeció en tiempos de Noé, igualmente acaecerá en el tiempo del Hijo del hombre: comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé entró en el Arca; y sobrevino entonces el diluvio que acabó con todos. Como también sucedió en los días de Lot: comían y bebían; compraban y vendían; hacían plantíos y edificaban casas; mas el día que Lot salió de Sodoma llovió del cielo fuego y azufre, que los abrasó a todos”. (Luc. XVII, 26-29).
Leamos el Apocalipsis. Y lo que no entendamos volvámoslo a leer una y mil veces, y estudiémoslo, y busquemos sacerdotes piadosos y libros buenos que nos lo expliquen, no según las ideas de los hombres, sino según las luces de la misma Sagrada Escritura. Esta ocupación de descifrar los misterios de Dios es la única digna del sabio, dice el Eclesiástico (XXXIX, 1 ss.). No por la curiosidad malsana de los que pretenden hacer adivinanzas sobre los acontecimientos políticos de tal o cual país, sino por el ansia de conocer y admirar más y más los sublimes designios de Dios sobre el hombre, y poder sacar de ellos un fruto creciente de caridad.
Leamos especialmente el Apocalipsis en el tiempo de Adviento, en el cual la Santa Iglesia quiere prepararnos, como se ve en toda la liturgia, a ese segundo advenimiento de Cristo triunfante. Desde la primera antífona de Maitines clama la Madre Iglesia, como con trompeta de triunfo: “Al Rey y Señor que va a venir, venid, adorémosle”.
La primera Encíclica de S .S. Pío XII, nos confirma en los conceptos que dejamos expuestos. Empieza el Papa recordando el 40° aniversario de la consagración del género humano al Corazón de Cristo por S. S. León XIII, y declara que quiere "hacer del culto al Rey de los Reyes y Señor de los señores (Apoc. XIX, 6), como la plegaria del introito de este Nuestro Pontificado". Hace luego una manifestación, verdaderamente trascendental con las palabras siguientes: "¿No se le puede quizás aplicar (a nuestra época) la palabra reveladora del Apocalipsis: Dices rico soy y opulento y de nada necesito; y no sabes que eres mísero y miserable y pobre y ciego y desnudo"? (Apoc. III, 17).
Además de estas referencias al Apocalipsis, el Sumo Pontífice expresa su creencia de que estamos “al comienzo de los dolores anunciados por Jesús en el discurso escatológico (Mt. XXIV, 8). Tan vehemente llamado del Papa ha de despertar las conciencias cristianas "para comprender que la Parusía, o segunda venida de Cristo, es verdaderamente el alfa y omega, el comienzo y el fin, la primera y la última palabra de la predicación de Jesús, que es su llave, su desenvolvimiento, su explicación, su razón de ser, su sanción; que es, en fin, el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo lo se derrumba y desaparece” (Cardenal Billot, La Parousie, 9).
El Cardenal Primado de nuestra patria nos ha dado el ejemplo de ese interés por la Parusía de Cristo y por el libro escatológico que la explica, al adoptar como lema en su Escudo la palabra que cierra y resume todo el Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!".
(Espiritualidad Bíblica, Editorial Plantín, Buenos Aires, 1949).


APOLOGÉTICA:
Se nos da aquí una regla infalible de apologética divina, que coincide con el sello de los verdaderos discípulos, señalado por Jesús en 13,35. En ellos el poder de la palabra divina y el vigor de la fe se manifestarán por la unión de sus corazones: y el mundo creerá entonces, ante el espectáculo de esa mutua caridad, que se fundará en la común participación a la naturaleza divina (v.22). Véanse los vv. 11,23 y 26.
(Coment. a Jn. 17,21).


APOSTASÍA:
La perversión sexual tan extendida en los centros de cultura moderna, es consecuencia de la apostasía de nuestro siglo, que lo asemeja a aquellos tiempos paganos señalados por San Pablo. La santa crudeza con que habla el Apóstol nos sirva de ejemplo de sinceridad y amor a la verdad. “El mundo suele escandalizarse de las palabras claras más que de las acciones oscuras”.
(Coment. a Rom. 1,26).
La apostasía general no debe llenarnos de pasmo, pues es anunciada por Jesucristo (Luc. 18,8), y por San Pablo como antecedente del Anticristo y como condición previa para el triunfo de nuestro Redentor (II Tes. 2,3). Pero siempre quedará un pequeño grupo de verdaderos y fieles cristianos, el “pusillus grex” (Luc. 12,32), aun cuando se haya enfriado la caridad de la gran mayoría (Mat. 24,12) al extremo de que si fuera posible serían arrastrados aún los escogidos. (Mat. 24,24).
(Coment. a Apoc. 13,3).


APÓSTOLES/APOSTOLADO:
Los Apóstoles y sus sucesores deben dedicarse exclusivamente a la propagación del reino de Dios. Es la Providencia la que se encarga de sustentarlos. “No os acongojéis por vuestra vida, qué habéis de comer; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir…” “Bien sabe vuestro Padre la necesidad que tenéis…” (Mat. 6,25). Cfr. Mat. 10,9 ss.; Marc. 6,8 ss.
(Coment. a Luc. 9,3).
Todo verdadero apóstol ha de ser despreciado a causa de Cristo, aun por aquellos por quienes se desvela. No es eso sino un comentario de lo que Jesús anunció mil veces como característica de sus verdaderos discípulos, y nos sirve para saber distinguir a éstos, de los falsos que arrebatan el aplauso del mundo. Véase Luc. 6, 22-26; II Tim. 3,11 s.
(Coment. a I Cor. 4,9).
Los frutos que permanecen no son los de un apostolado efectista y ruidoso. Véase Juan 15,16 y nota. El bien no hace ruido y el ruido no hace bien (S. Francisco de Sales). Véase Luc. 13, 26 y nota.
(Coment. a Mt. 12,19).
Ese despertar de Israel no habrá de ser forzado, sino pura obra de la gracia (Rom. 11,6, Jer. 30,13 y nota), que mudará su corazón (Ez. 11,19, 36,26; II Cor. 3, 14-16). De ahí sin duda la falta de un apostolado actual y permanente de predicación entre los judíos (Hebr. 5,11 s.; Rom. 11,7-10; Hech. 13,45 s.). En otro sentido, hay aquí también una gran luz sobre la doctrina de S. Agustín que combate el falso celo violento, diciendo: “Nadie debe ser llevado a la fe por la fuerza” (véase Sant. 3,13 ss.). Esta verdad fue ya expuesta por S. Atanasio diciendo que “es propio de la Religión no constreñir sino persuadir”. Es lo que Alcuino mostró a Carlomagno cuando pretendió, por motivos políticos, que los sajones optasen por el bautismo o la muerte: “La fe es asunto de la voluntad no de la coacción”. Lo mismo expone Santo Tomás; y Federico Ozanam en una hermosa carta a un profesor de la Sorbona, sobre la caridad en el apostolado, hace resaltar que no ha de buscarse el triunfo propio sobre el adversario humillado, sino exponer las excelencias de nuestro Dios y su Hijo Jesucristo, de tal manera que el oyente, aun antes de convertirse a nuestra fe, ya lo ame, con lo cual su conducta irá luego en pos de lo que conoció y amó. “Si alguna vez aconteciese que, en oposición a la constante doctrina de la sede apostólica, alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos conscientes de nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo” (Pío XII, Encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo).
(Coment. a Cant. 3,5).
El ansia de los apóstoles era anunciar la Palabra con toda libertad, es decir, a pesar de las amenazas contrarias (Hech. 4,29 y 31; 9,27; 14,3; 18,26; Filip. 1,14, Ef. 6,19; Col. 4,3), “para que la Palabra de Dios corra y sea glorificada” (II Tes. 3,1). Véase la norma de Jesús en Mat. 10,27.
(Coment. a S. 16,4).


AYUNO:
He aquí el propósito del ayuno: sabemos que los deseos naturales de la carne van contra el espíritu (Gál. 5,17). Es necesario entonces que ella esté siempre sometida al espíritu, pues en cuanto le damos libertad, nos lleva a sus obras que son males (véase Gál. 5,19 ss.; Juan 2,24 y nota). San Pablo nos revela el gran secreto de que nos libraremos de realizar esos deseos de la carne, si vivimos según el espíritu (Gál. 5,16) Importa mucho comprender bien esto, para que no se piense que las maceraciones corporales tienen valor en sí mismas, como si Dios se gozase en vernos sufrir (véase Col. 2,16 ss.; Is. 58,2 ss. Y notas). Lo que Él quiere ante todo son “sacrificios de justicia” (S. 4,6 y nota), es decir, la rectitud de corazón para obedecerle según Él quiere, y no según nuestro propio concepto de la santidad, que esconde tal vez esa espantosa soberbia por la cual Satanás nos lleva a querer ser gigantes, en vez de ser niños como quiere Jesús (Mat. 18,1 ss.; Luc. 1,49 ss. y nota) y a “despreciar la gracia de Dios” (Gal. 2,21) queriendo santificarnos por nuestros méritos, como el fariseo del templo (Luc. 13,9) y no por los de Cristo (Rom. 3,26; 10,3; Filip. 3,9, etc.). Bien explica S. Tomás que “la maceración del propio cuerpo no es acepta a Dios, a menos que sea discreta, es decir para refrenar la concupiscencia, y no grave excesivamente a la naturaleza”. Porque el espíritu del Evangelio es un espíritu de moderación, que es lo que más cuesta a nuestro orgullo.
(Coment. a I Cor. 9, 27).